La escritura de un poeta implica, además de una belleza y un ideario, una determinada atmósfera y una particular recepción colectiva, que puede llegar a cristalizar en estereotipos e integrarse entre las significaciones inesperadas de su textualidad: es lo que desde una propuesta de Roland Barthes puede nombrarse como logosfera. Así ocurrió con el legado poético gongorino, cuyo embrujo fue para el poeta chileno Pablo Neruda tan conflictivo como ineludible: sucumbió a su hipnosis y a su delirio de luz, pero renegó de él durante mucho tiempo por prejuicios ideológicos. La causa era el estigma de Góngora como autor alambicado y torremarfileño, un estigma intensificado, además, por el momento histórico en que lo descubre: esos años treinta que en Europa contemplan el auge de los fascismos y que impulsan al Nobel chileno hacia una poesía comprometida con su época. Sin embargo, desde 1937 hasta 1973 puede rastrearse directamente la huella constante del poeta cordobés en sus escritos a lo largo de tres etapas bien diferenciadas.